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1. Voy a hablar de presencia pública de la religión, es decir, del lugar de la religión en una sociedad moderna.
Ese lugar estaba canónicamente definido, desde la ilustración, en los términos siguientes: a) la religión es un asunto privado; b) de la gestión de este mundo (de la fundamentación de la política y de la moral, principalmente) se encarga la razón.
Ha ocurrido sin embargo que ni la religión ha sido reducida a asunto privado (el hecho de los fundamentalismos religiosos es el caso extremo más notorio), ni la razón se ha hecho con las riendas de este mundo (la irracionalidad del siglo XX ). Esto obliga a re-pensar esa relación.
La laicidad tiene un doble componente: a) es, por un lado, emancipación o liberación de la tutela religiosa (la política democrática no se legitima en Dios sino en la voluntad popular) y b) es cristianismo secularizado (el cristianismo es la matriz de la modernidad y sus valores son los que “pasan” al mundo secularizado).
Así como somos muy conscientes del primer aspecto, no lo somos del segundo. Ahora bien, conviene analizar este segundo aspecto por dos razones: a) para comprender el difícil lugar que han tenido las culturas no cristianos en el seno de la modernidad europea y b) para evaluar la solidez y autonomía de los valores laicos: si proceden del cristianismo ¿pueden aguantar sin él?. Es el fondo del debate entre Luc Ferry y Maurice Gauchet y entre Ratzinger y Habermas.
Ante una situación así caben dos estrategias: a) o profundizar en el laicismo, depurando a la modernidad de sus referentes cristianos o judíos y b) re-pensar de nuevo la laicidad, en particular la relación entre autonomía y religión. Si queremos depurar la modernidad de la referencia religiosa tenemos que preguntarnos si es posible y si es conveniente (teniendo en cuenta que la última herencia del cristianismo alcanza a la figura misma de los derechos humanos). Entiendo que ni es posible vivir sin referentes simbólicos, ni es conveniente. Se impone entonces la segunda estrategia: re-pensar la laicidad.
3. El punto de partida para esa reflexión es Auschwitz. Esto merece una aclaración ya que no es evidente.
Puede resultar problemático remitir algo tan abstracto e intemporal como la relación entre razón y religión a un acontecimiento. Se podría contestar que la razón es histórica o, más sencillamente, recordar cómo han influido en la historia de la razón determinados acontecimientos: el decreto de Solom, prohibiendo que las deudas hubiera que pagarlas con la esclavitud, en la filosofía política griega; el descubrimiento de América, en el humanismo latino; la Revolución Francesa, en la construcción de la modernidad; o la I Guerra Mundial, en el pensamiento y estética posterior.
Lo que habría entonces que aclarar es en qué sentido Auschwitz es vertebrador de esa nueva reflexión.
No tanto y no sólo, creo yo, porque fuera un hecho singular (eso de por sí tan sólo llevaría al aislamiento más que a la incidencia histórica), sino también y sobretodo porque ahí cristaliza una lógica que alimenta a la modernidad y que llega hasta nosotros. Una lógica latente pues en la laicidad que se hace visible en Auschwitz.
Estamos hablando de una lógica que, en palabras de Walter Benjamin, ha desencantado el mundo pero no le ha “redimido”, es decir, estamos hablando de un proceso histórico que ha traído grandes bienes, tales como la autonomía del sujeto, el desarrollo de la ciencia, los derechos humanos, la Revolución Francesa, el bienestar para muchos etc. Pero un proceso que tiene un límite: reducir el alcance de su racionalidad al presente, a los vivos, al cuerpo.
Esa racionalidad se concreta en dos grandes conceptos: uno político ( progreso) y el otro ideológico ( biopolítica). Analicémosles más detenidamente.
Decir progreso es, por un lado, reconocer un impulso interior a los acontecimientos que les empuja hacia mejor y, por otro, aceptar que esas conquistas conllevan un costo humano y social que es inevitable, aunque provisional. Ese costo no es desde luego asunto menor. Se ha producido siempre a lo largo de la historia y han sido también siempre los mismos paganos. Ellos han vivido permanentemente en estado de excepción, es decir, privados del disfrute de aquellos derechos que otros iban conquistando.
Ahora bien, si la lógica del progreso es tan arraigada es porque se asienta en un humus cultural más profundo que lo fomenta. Ese humus es la biopolítica. Digo que el progreso está bien instalado en la conciencia contemporánea. La prueba es que todos, derecha e izquierda, le invocan; y todos le persiguen. Reflexionemos un instante sobre los muertos en carretera. Lo damos hasta tal punto por un hecho inevitable que si en un largo puente, donde se van a multiplicar los accidentes, hay un atasco, la noticia será el atasco y no las muertes, como si la gente tuviera prisa en irse...al más allá. Esto es posible porque en el fondo no nos tomamos por sujetos de derechos sino como pieza de una maquinaria que tiene que funcionar y que no hay quien la pare. Esa es la biopolítica: tomarnos no por sujeto de derechos sino por objeto de un poder superior que decide por nosotros.
4. Esa lógica, articulada en torno a esos dos conceptos, latentes en la modernidad, es lo que lleva o posibilita (no explica) Auschwitz.
En Auschwitz, efectivamente, el progreso se alía con el fascismo. Nada, dice W. Benjamin, ha favorecido tanto al fascismo como ser visto por algunos como lo contrario al progreso (Tesis 8). Pensando combatirle con progreso, lo que hacían era apagar una hoguera con gasolina. ¿Lo común entre ellos? La in-significancia del hombre en cuanto costo humano de una felicidad para otros. Cuando el progreso dice “es un costo que traerá el bienestar a muchos” está hablando el mismo lenguaje del fascismo cuando éste dice “hay que sacrificar la raza inferior para que no contamine la superior”. En ambos casos hay un precio que se paga porque carece a sus ojos de significación.
Y Auschwitz es también el lugar de la biopolítica. Así lo viven desde luego las víctimas que se saben tratadas como no-sujetos humanos, sino como puros cuerpos. Así lo plantean igualmente los nazis que quieren expulsar al deportado de la condición humana. Por eso castiga tratar a los cadáveres como restos humanos. Son sencillamente “Schmattes” o “Figuren”, esto es, trapos y leños. Pero la biopolítica afecta al propio nazi que se convierte a sí mismo como objeto de la biopolítica por eso persigue cualquier resto de humanidad en él. Hitler escribía “humanidad”, “hombre” así, entrecomillado. Y por eso Otto Dietrich zur Linde, el oficial nazi del cuento de Borges, Deutsches Requiem, entiende que el hombre nuevo no puede permitirse el sentimiento de compasión.
En Auschwitz se expresa sin disimulos la lógica del progreso y de la biopolítica que en la vida cotidiana está latente, como mera posibilidad. Sólo que cuando lo meramente posible se hace realidad, se convierte en lo que da que pensar.
5. La respuesta eficaz a esa modernidad es la redención.
Redención es un concepto de origen teológico pero no conviene precipitarse. El significado que tiene aquí es el de extender el derecho a la felicidad también a los muertos, es decir, el de reconocer significación a las víctimas del progreso que hasta ahora era solo el precio necesario del bienestar de unos pocos. Redención es, por tanto, felicidad pero para todos. Es universalidad es la que le diferencia del concepto profano de bienestar o felicidad (aplicado sólo a los vivos).
La redención supone por tanto tomarse en serio una afirmación muy usual pero utilizada banalmente, a saber, que el hombre es sujeto de derechos, sobre todo, de los derechos humanos. Digo que se hace un uso banal de la afirmación porque hablamos de la existencia de unos derechos humanos cuando en realidad no hay derechos humanos reconocidos. Pobre de quien vaya por el mundo sin más caudal que su dignidad de sujeto de derechos. Lo realmente importante son los papeles. El problema que plantea esa banalización del término “derechos humanos” es el de explicar cómo puede decir que existen los derechos humanos cuando no existen. La explicación es muy orientadora: se puede hablar de la existencia de los derechos humanos, aunque en la realidad no se reconozca al hombre el ser sujetos de los mismos, porque el hombre en el que se piensa es el sujeto trascendental, no el hombe de carne y hueso. Lo que precisamente tiene de novedoso el concepto de redención es que se exige para el hombre concreto la subjetividad, el ser el sujeto real de los citados derechos. Eso significa que si no se le trata como tal se queda en deuda con él y esa deuda se mantiene mientras no se salde; y que toda construcción política levantada sobre el desprecio de esa subjetividad carece de legitimación.
Eso es la redención, la universalización de un concepto muy materialista (la felicidad). Pero no olvidemos lo que decía el dominico francés M.D. Chenu: “el materialismo es la espiritualidad de los pobres”. La justicia no es un concepto trascendental, sino el pan para todos.
Esa operación política (la redención) que consiste en extender el concepto de política a todos, también a los muertos, y en profundizar su contenido (la justicia no como castigo al culpable sino como reparación material del daño causado), esa operación política, no se consigue tirando de la reserva exclusivamente política, sino de su inspiración religiosa. Walter Benjamin lo expresa muy bien cuando dice que la política moderna por supuesto que es secularización o emancipación de la religión, pero añade algo definitivo: “hay que devolver a la política su rostro mesiánico y esto en interés de la política”, es decir, hay que tomarse en serio el segundo movimiento de la laicidad en provecho de la política.
¿Qué hay que entender por mesianismo? Ya lo hemos dicho: extender la felicidad a las vítimas. El mesianismo político tiene que explicarnos cómo se hace justicia a los aplastados de la historia. Ese es su gran desafío. Pues bien, lo hace extrayendo de las víctimas ese elemento que sólo ellas poseen y sobre el que puede operar la política: extrae esperanza de los desesperados. La esperanza de los desesperados es la gran contribución mesiánica a la política.
Expliquemos por qué el lugar de la esperanza son los desesperados (por qué esta esperanza es de mejor calidad que la esperanza de los que viven bien). El mesianismo es promesa de una justicia universal, es decir, de una promesa que afecta también a los que no tienen esa justicia: a los que padecen injusticia, a los que han muerto sin ella y a los que nosotros consideramos fracasados y ellos, a sí mismo, desesperados. La prueba de que el lugar de la esperanza es la desesperación es la afirmación oída en los campos de que “nunca como allí hubo tanta esperanza”. Y esto ¿por qué? Porque el desesperado es el que vive el fracaso como una privación de algo fundamental, es decir, no vive su desgracia como una fatalidad impuesta por los dioses o una exigencia de las leyes de la naturaleza, sino como un atentado a su ser, como una injusticia pues se le priva de algo que le pertenece. La desesperación es la conciencai de una esperanza frustrada.
El mesianismo se hace cargo de esa situación e incorpora al programa electoral la exigencia de justicia por la que claman los que han muerto sin que se les haya hecho justicia.
6. Ahora bien, ese discurso mesiánico es imposible desde la cultura del progreso/modernidad porque ahí la racionalidad es, como se ha dicho, postradicional, esto es, de presente y para los vivos. La felicidad está reservada en el fondo para lo triunfadores.
Para que el mesianismo en cuestión sea posible es menester introducir en nuestra cultura moderna una categoría nueva, capaz de llevar a cabo dos tareas: en primer lugar, traer el pasado al presente, hacernos contemporáneos de acontecimientos pasados. Y, en segundo lugar, hacer valer hoy las injusticias pasadas; mantener vivo, vigente, el derecho a la justicia de quien ha padecido la injusticia.
Esa nueva categoría es la memoria. Memorias hay, efectivamente, de muchos tipos, pero ésta ni tiene que ver con ninguna de las dos formas clásicas dominantes: ni es el “sensus internus” agustiniano, ni es la anamnésis platónica. No es lo primero porque esa memoria se agota en un senti-miento y aquí hay que hablar de conocimiento; no es la segunda porque esa memoria, que es la del Menon, sólo sabe lo que ya sabe la lengua. No es capaz de aprender nada nuevo y por eso no produce novedad. Tiene que ver, por el contrario, con el memorial judío y cristiano, es decir, con un concepto de racionalidad ligada a las tradiciones judeo-cristianas.
No olvidemos que nos estamos preguntando por el lugar de la religión hoy. Ese es el contexto de toda esta reflexión. Hemos llegado a la conclusión de que hay que echar mano de la memoria como nueva y centra categoría del pensar (en sustitución del concepto). Lo que de aquí se deriva es que no podemos adentrarnos en esa nueva categoría sin una relación a la religión y, por tanto, sin revisar profudamente las críticas ilustradas, incluída la marxista, de la religión.
Para aclarar esta última afirmación es obligado referirse al tratado más riguroso de la memoria moderna y que, según pienso, no es otro que esas breves páginas que dan origen a las Tesis de Walter Benjamin “sobre el concepto de historia”. Este escrito de 1939 es producto de una situación extrema: triunfo del nazismo en Alemania y pacto germano-soviético que significaba el triunfo del nazismo en Europa occidental, una vez que su gran rival, el comunismo soviético, se avenía a repartirse Polonia y, con ello, Europa. Si toda Europa era un campo ¿había alguna salida? ¿era posible la esperanza?. Benjamin se decide no a publicar sino a poner por escrito unos pensamientos que venían rondándole desde hacía muchos años y de los que hasta el mismo se defendía. A los largo de esa veintena de fragmentos, el filósofo se convierte en trapero que va recogiendo los desechos de la historia para construir con ellos el proyecto político más ambicioso que imaginarse pueda pues lo que plantea es que “nada ser pierda”, la apocatástasis, la “restitutio in integrum”, es decir, el derecho a la felicidad de todos, también de aquellos que han muerto sin conocerla.
Pues bien, esa gran proyecto político comienza con un gesto fundamental que no es una proclama revolucionaria, sino algo tan modesto en la forma como una crítica a las críticas ilustradas de la religión. Este “dialéctico de la ilustración” o confeso seguidor de Marx, pone como base de su respuesta política una nueva relación entre religión y política. Ese gesto filosófico toma la forma de un relato, un recurso al que Benjamin recurría en los momentos claves de su reflexión. El cuento dice así: “
Sabido es que debe haber existido un autómata construido de tal suerte que era capaz de replicar a cada movimiento de un ajedrecista con una jugada contraria que le daba el triunfo de la partida. Un muñeco, trajeado a la turca y con una pipa de narguile en la boca, se sentaba ante el tablero, colocado sobre una mesa espaciosa. Gracias a un sistema de espejos se creaba la ilusión de que la mesa era transparente por todos los costados. La verdad era que dentro se escondía, sentado, un enano jorobado que era un maestro del ajedrez y que guiaba con unos hilos la mano del muñeco. Una réplica de este artilugio cabe imaginarse en filosofía. Tendrá que ganar siempre el muñeco que llamamos “materialismo histórico”. Puede desafiar sin problemas a cualquiera siempre y cuando tome a su servicio a la teología que, como hoy sabemos, es enana y fea, y no está, por lo demás, como para dejarse ver por nadie”.
El texto propone una alianza entre el “materialismo histórico” y la “teología”, una alianza pues entre una concepción materialista de la felicidad (en el sentido de aquí y ahora) y una tradición mesiánica que aboga por la felicidad de todos. Esta dimensión mesiánica va a estar presente a lo largo de todo el recorrido del proyecto político que suponen estas Tesis. Comienza reivindicando un lugar como co-protagonista de ese “enano feo, jorobado e impresentable”, que es la teología, y acaba cifrando la salvación de los fracasados en la interrupción de la lógica histórica (progreso/biopolítica) gracias al “tiempo pleno” que es el reconocimiento de que “cada instante es la pequeña puerta por la que puede entrar el Mesías”, esto es, el reconocimiento del valor absoluto de cada instante (la eternidad del instante) y de cada existencia humana, también de la de los fracasados. La felicidad no es el final de un proceso, sino que ocurre cuando se interrumpe ese proceso.
En ese soberbio gesto filosófico con el que se abren las Tesis, la “teología” será un enano feo y jorobado (impresentable por todos sus errores históricos), pero es un maestro del ajedrez y, por tanto, es garantía de éxito. No del éxito de los triunfadores, sino de la causa que justifica su existencia como “teología”. Lo que garantiza el enano es que aunque a los ojos el mundo su causa sea irrisoria, es en sí una causa que está por encima de sus críticos y de sí misma. ¿Cual es esa poderosa causa? La esperanza para los desesperados; la felicidad para los muertos sin lograrla. Su causa, dice Benjamin, es un precipitado de las experiencias de la humanidad, ninguna de las cuales puede perderse. La religión las acoge para que nada se pierda. La religión puede cometer muchos errores, pero hay uno que no comete porque eso sería negarse a sí misma. La religión en efecto nunca caerá en la trampa de identificar racionalidad humana con la razón del triunfador; ni jamás identificará realidad con facticidad que es la parte triunfante de la realidad, sino que interpretará lo que pudo ser y se malogró como la posibilidad pendiente de la realidad. La religión, a diferencia de la ciencia, nunca considerará lo que ha tenido lugar como la única realidad significativa, dando entonces a los acontecimientos la contundencia que tienen los ríos o las montañas o, lo que es lo mismo, dando a las acciones que se imponen la fuerza de un destino de los dioses o el resultado de una ley natural.
7. Y esto ¿adónde nos lleva?. ¿significa que hay que despedir a la teología en provecho de una visión política del mesianismo? ¿significa convertir a la comunidad creyente en funcionarios de una comunidad académica, como quería Maimónides, al servicio ahora del “materialismo histórico”?
No creo. Aquí se aboga por una tensión creadora entre mesianismo y política. En las Tesis resulta que figuras bíblicas como “juicio final”, “redención”, “tiempo pleno”, “Mesías” o “Anticristo”, son metabolizadas en figuras mundanas que enriquecen profundamente el pensamiento político. Este enriquecimiento no debe impedirnos ver la fragilidad o incluso la aporía en que se encuentra el mesianismo político. La situación aporética es la siguiente: por un lado, la política tiene que hacerse cargo de un problema (la justicia a las víctimas, por ejemplo) que, de no hacerlo, supondría dejación de responsabilidades al tiempo que multiplicaría la producción de víctimas en el presente; si no rompe la lógica dominante, ésta seguirá, y además acelerada, en el presente y en el futuro. Pero esa exigencia no puede ignorar, por otro lado, el hecho de que esa operación depende de algo tan frágil como la memoria, una memoria que se puede perder o no se llega a tener. Decir que memoria y justicia es lo mismo, significa tener que decir que olvido e injusticia también son lo mismo. Eso supone una responsabilidad extrema o, mejor, ahí está el problema fundamental de la filosofía. Lo dice Max Horkheimer con estas palabras: “el hecho aterrador que cometo, el padecimiento que dejo subsistir, sólo sobreviven, una vez que han ocurrido, dentro de la conciencia humana que los recuerda, y se extinguen cuando la conciencia deja de recordarlos. Entonces no tiene sentido alguno decir que aún son verdad. Ya no son, ya no son ciertos: ambas cosas son lo mismo. Salvo que hayan quedado preservados en Dios ¿Puede admitirse esto y no obstante llevar una vida sin dios?. Tal es el interrogante de la filosofía” (en M. Horkheimer, GS, 6, 198). Si todo depende de la memoria y la memoria humana es la que es, no habría que descartas una memoria segura, la de Dios, si queremos seguir hablando de justicia absoluta. Tal es el problema de la filosofía, decía el gran patrón de la famosa Escuela de Frankfurt, Max Horkheimer.
Esa es la aporía que es altamente productiva y difícilmente sostenible. ¿Cómo sostenerla? Identificando la fuente “natural” del mesianismo político que no es la política, ni la profanidad, sino una tradición religiosa, un discurso teológico o una comunidad creyente. En ese lugar el mesianismo es quizá menos político que existencial pero es el lugar en el que se cuida y cultiva el mesianismo. Por eso en necesario establecer una relación entre política y teología, como quería Benjamin: por exigencia y para bien del discurso político.
Lo que pasa es que ni la teología ni la comunidad creyente ofrecen sus servicios gratuitamente, cerrando los ojos. La teología observa el planteamiento del problema y al tiempo que saluda el reconocimiento por parte de las generaciones actuales de unos derechos pendientes de las víctimas del pasado, se pregunta si la filosofía o el mesianismo político saldan la deuda. ¿Se hace en definitiva justicia a los muertos o sólo se les reconoce la vigencia de la deuda y se les ofrece como respuesta una utopía que es asintótica (que retrocede conforme avanza el tiempo)?. Si se les da como respuesta la utopía, la teología dirá que no se les da ninguna. Lo dice porque en su discurso hay una categoría innacesible a la razón y a la política que es la de la resurrección. Memoria passionis et resurrectionis.